Benedicto XVI, a partir de su experiencia como prefecto y como papa, señaló en 2019 que la causa del fenómeno de la pederastia clerical, de marcado cariz homosexual, estaba en el hundimiento de la moral cristiana tras el “mayo del 68”.
Un año antes, durante el Encuentro Mundial de las Familias en Irlanda, Francisco había afirmado ante un grupo de jesuitas: “He comprendido una cosa con gran claridad. Este drama de los abusos, especialmente cuando es de grandes proporciones y produce gran escándalo, tiene detrás situaciones de Iglesia marcadas por elitismo y clericalismo; el abuso sexual no es el primero, sino el de poder y de conciencia” (25 de agosto de 2018).
Sin ceder a una contraposición interesada y estéril, los dos diagnósticos permiten plantearnos la cuestión sobre el origen y el estado actual de la crisis de los abusos.
De 2002 a 2012
El fenómeno de la crisis de los abusos estalla en el año 2002, y hasta 2012 será un fenómeno anglosajón y centroeuropeo. En cambio, Francisco lo ha visto extenderse a España, Italia, Portugal, Francia, Latinoamérica y algún país africano o asiático.
Sucede en una “era digital”: su influjo va más allá de la liquidez de las relaciones (Zygmunt Bauman), pues las tecnologías de la información y la comunicación favorecen también nuevos paradigmas políticos. Entre ellos, la emergencia de potencias antiliberales como China o Rusia y del populismo autoritario que, mediante la ingeniería social, se infiltra en las democracias occidentales. Tales correctivos al profetizado “fin de la historia” o imposición de la democracia liberal (Francis Fukuyama) plantean de nuevo la cuestión del ejercicio del poder y su abuso.
Un paso más allá
En este nuevo contexto histórico, el Papa, de matriz jesuita, no solo ha gestionado los nuevos casos de abusos como ya hicieran sus dos inmediatos predecesores. Ha dado un paso más allá: cuando ha descubierto el “encubrimiento” de los mismos en una Iglesia a veces sorda o contaminada de mundanidad y corrupción, en su edad avanzada ha reaccionado.
Como él mismo ha afirmado recientemente, “ahí me convertí, en el viaje a Chile”: “Tuve que intervenir, que fue mi conversión a esto y ahí me convertí, en el viaje a Chile. No lo podía creer. Usted fue la que me dijo en el avión: ‘No, así no se procede, padre’. Usted fue. Yo dije: ‘Qué valiente la chica esta, ¿no?’. Yo lo recuerdo. La tenía delante. Y yo seguía y decía: ‘Yo qué hago’. La cabeza así (hace gesto de explosión). Ahí se me explotó la bomba, cuando vi la corrupción de muchos obispos en esto. Bueno, para empezar, rezar. Convoqué a todos los obispos acá y empezamos un trabajo ahí que todavía no terminó. Pero ahí usted fue testigo de que yo mismo me tuve que despertar frente a casos que estaban todos tapados, ¿no? Tienes que ir descubriendo cada día más” (24 de enero de 2023).
Formar parte de una cultura abusiva fundada en ideologías que destruyen la dignidad de las personas no es excusa para la mundanización y el abuso eclesial. Sin ser sistémico, pues la Iglesia es la comunidad de los pecadores tocados por la gracia del Resucitado, la pasividad ante las víctimas muestra graves defectos estructurales que atrofian la propuesta evangélica.
Corporativismo
Uno de ellos es la tendencia al corporativismo: serían casos puntuales, anecdóticos, incluso imprudencias o simples comportamientos inapropiados. Sin embargo, un solo caso puede destrozar el tejido de la confianza eclesial y las iniciativas pastorales más consolidadas.
En lugar de tener en el horizonte una “cultura del cuidado”, buscando no exponer al Pueblo de Dios al peligro del abuso y del escándalo, algunos se instalan en modo autorreferencial en la parálisis por miedo al escándalo y se vuelven insensibles a las víctimas. Con disimulos, eufemismos e incluso desde una cierta paranoia, explican el fenómeno como una persecución ideológica. En otras ocasiones, ciertas peticiones de perdón o anuncios altisonantes de medidas legales o de prevención contundentes son percibidas como interesadas, oportunistas y no sinceras.
Como expresa Francisco en su fundamental ‘Las cartas de la tribulación’ (2018), la mediocridad espiritual impide la conversión personal y, por tanto, solucionar los problemas que provoca nuestro pecado. Sin discernimiento espiritual serio ni compasión o misericordia, se continúa señalando a las víctimas como enemigos eclesiales y a sus agresores como imprudentes a los que hay que tolerar sus transgresiones del celibato.
Nuevos ‘Peter Pan’
¿Dónde queda el amor y la obediencia a Jesucristo, el único que puede mostrarnos el camino justo? La falta de medida moral de nuestro mundo hedonista y relativista es un síntoma inequívoco de la ausencia de Dios. Es una sociedad de adultos que quieren vivir la eterna juventud, los nuevos ‘Peter Pan’ que renuncian a engendrar y acompañar nuevas vidas porque solo quieren vivir sin preocupaciones (Armando Matteo).
Entre muchas otras des-orientaciones sexuales, hay algunos individuos pedófilos atraídos eróticamente hacia los menores. Fenómeno diverso es el de los pederastas, que ponen en acto de modo delictivo un abuso incluso sin sentirse atraídos sexualmente por sus víctimas.
La crisis que han provocado algunos pocos clérigos pederastas no es simplemente disciplinar. Por un lado, manifiestan la misma enfermedad de una civilización que no reacciona ante el suicidio demográfico, que promueve el aborto como técnica anticonceptiva o que justifica las relaciones sexuales con menores, por definición vulnerables. Por otro, como intuyó en su momento el cardenal Joseph Ratzinger, es una crisis de fe.
Pérdida de credibilidad
Nos lamentamos a menudo de la falta de fuelle de la propuesta cristiana y de volvernos cada vez más irrelevantes en un mundo necesitado de sentido. Perdemos la credibilidad, a veces a pasos agigantados, sin querer reconocer que la crisis de los abusos sexuales tiene mucho que ver en ello.
¿Por qué un mundo que promueve insensatamente el sexo libre desde la adolescencia actúa con tanta violencia ante la pederastia clerical? ¿Es por hipocresía? Si “evangelizar es penetrar la cultura del hombre” (Pablo VI), no podemos obviar que lo intolerable hoy, para muchos, no es el sexo con menores aún inmaduros que necesitan descubrir el verdadero potencial del pudor y del amor oblativo. La “línea roja” infranqueable es atentar contra su libertad presente y futura de hacer con el sexo lo que quieran. Más aún si el agresor es un clérigo, “omnipresente estereotipo moralizante” (Marco Marzano).
Encarar la crisis de los abusos desde el rico patrimonio doctrinal y moral eclesial no debilita la institución. Más bien, es la ocasión providencial para sacar a la luz aquellos defectos estructurales que impiden el anuncio gozoso del Evangelio en un mundo abusador: dinámicas autoritarias irreconciliables con la sensibilidad actual, ocultamiento de vulnerabilidades, toma de decisiones sin transparencia ni coherencia con lo anunciado en nombre de Cristo. (…)