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Víctimas de abuso en la Iglesia. Por una teología de la vulnerabilidad, de la responsabilidad y de la curación

Béatrice Guillon

El carácter masivo de los abusos en la Iglesia revelado en el reciente Rapport Sauvé (Informe Sauvé) obliga a revisar la teología de la salvación que el cuerpo eclesial vive de modo sacramental. ¿Dios ha podido abandonar a la muerte a aquellos que han buscado su rostro en verdad y se habían puesto, con confianza, en las manos de la iglesia? Se reflexionará en el estatuto teológico de la vulnerabilidad, en la radicalidad de los consejos evangélicos que han autorizado los abusos, en el poder de la Iglesia que ha dominado sobre la búsqueda espiritual auténtica, pero también nos atreveremos a considerar el misterio pascual en este drama.

En los últimos años, el drama de los abusos en la Iglesia ha dado lugar a numerosos testimonios de víctimas, especialmente en Francia con motivo de los trabajos de la CIASE1 y de su informe. Estas personas tienen desde entonces la oportunidad de tomar conciencia de su condición de víctimas, lo cual es esencial, tanto desde un punto de vista psicológico como jurídico. Desde el punto de vista psicológico, porque el reconocimiento ayuda a la víctima a salir de un sentimiento de culpa casi irreprimible; que no tiene razón de ser, como veremos.

Salir de la culpabilidad y descubrirse como víctima permite, en un segundo momento, liberar la palabra y revelar la gravedad de este drama eclesiástico. Desde el punto de vista jurídico, el reconocimiento de la condición de víctima debe de permitir abrir camino a una reparación. El aspecto jurídico tiene de nuevo una incidencia psicológica en la víctima, ya que el reconocimiento de su condición de víctima y, las reparaciones que, llegado el caso, son obtenidas – por supuesto, siempre muy por debajo de los daños sufridos – favorecen la reconstrucción de la persona por el hecho mismo de que en parte se ha hecho justicia.

Sin embargo, el estatuto de víctimas merece una mirada específicamente teológica. ¿Podemos limitarnos a las lecturas psicológicas y jurídicas cuando el drama que afecta a la Iglesia ha lacerado el rostro de Cristo en sus miembros? A diferencia de las víctimas de todos los demás tipos de abuso en el mundo, las víctimas en la Iglesia no han sido atrapadas en redes delictivas, sino que se han visto traicionadas por personas en las que habían puesto su confianza para avanzar en el camino de la salvación. No podemos sino acoger la pregunta que ponen estas víctimas: ¿Dios puede abandonar a la muerte a los que han buscado su rostro en la verdad y se han puesto, confiados, en las manos de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, por el ministerio de sus sacerdotes, recibido de los apóstoles?

Las siguientes reflexiones tienen como objetivo abordar dos aspectos específicos y complementarios del caso, desde un punto de vista teológico e interesándonos específicamente en los abusos cometidos por miembros del clero o instituciones religiosas sobre adultos en el marco de comunidades de vida consagrada. El primer aspecto es el de la vulnerabilidad. En un conocido artículo de 20182, Mons. Éric de Moulins-Beaufort lo subrayó varias veces: las víctimas de los abusos sexuales en la Iglesia son personas vulnerables. Es importante, entonces, considerar qué se entiende por “persona vulnerable”.

De este primer punto surge una segunda dificultad. Por supuesto, los casos de abusos sexuales de los que hablamos forman parte del problema del mal en general; pero estos plantean sobre todo, de manera muy seria, la cuestión de la responsabilidad: los depredadores son aquí, de una manera u otra, investidos de una responsabilidad pastoral hacia los miembros de las comunidades que tienen a su cargo. El profeta Ezequiel amonestó a los malos pastores en términos fuertes, recordándoles que la santa unción no hace al santo:

«Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza y diles: “¡Pastores!, esto dice el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar las ovejas? Os coméis las partes mejores, os vestís con su lana; matáis las más gordas, pero no apacentáis el rebaño”».

(Ez 34,2-3)3

En cuanto a Jesús, advierte muy duramente a los que escandalizan a los más pequeños :

Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar.

(Mt 18,6)

Jesús subraya la seriedad y la gravedad de la responsabilidad ejercida por pastores, superiores con respecto a los que están bajo su cuidado. Su responsabilidad, en materia de abusos sexuales en las comunidades, no siempre se asume plenamente; de ahí la necesidad de volver a este segundo punto.

Finalmente, los abusos en la Iglesia representan un escándalo en el sentido propio de la palabra, que ha hecho perder la fe a un cierto número de fieles y a numerosas víctimas. Muchos son los que han experimentado un misterio de muerte en el verdadero sentido de la palabra. Pero la fe también nos hace afirmar que el poder de la vida dispensado por Jesús resucitado siempre deja abierto un camino de vida, ciertamente largo y doloroso, pero que en los meandros que nos obliga a seguir, arroja luz sobre la realidad de una relación con Cristo, humilde, amorosa y libre.

I Las víctimas son personas vulnerables

Una primera cuestión es fundamental para nuestro tema: ¿las víctimas son personas vulnerables?, por supuesto que lo son; pero ¿no deberíamos entendernos sobre este adjetivo? Las reacciones de todo el mundo sobre el tema demuestran que, para muchos, “vulnerable” se refiere a una fragilidad psicológica claramente identificada y que a veces roza la patología, ¿es realmente así?

La vulnerabilidad se refiere a una situación jurídica reconocida por el derecho penal; esta puede ser inherente a la persona cuando existe una deficiencia mental o una patología psiquiátrica. Es en este primer sentido que implícitamente y con demasiada frecuencia son consideradas vulnerables las personas que son víctimas de abusos en la Iglesia. Este tipo de apreciación es por lo demás reforzado por el estado de fragilidad psicológica en que se encuentra de facto la víctima tras el drama. De hecho, la violencia sufrida ha roto necesariamente algo en el santuario sagrado de su persona. La víctima puede mostrar una fragilidad psicológica real que es la consecuencia de los hechos, pero esta fragilidad no es un factor explicativo potencial. Con demasiada frecuencia, la víctima sufre la “doble pena”: desgarrada por los abusos que ha sufrido debe soportar también el oprobio de una mirada exterior que vacila entre la condescendencia y la sospecha. A menudo, los fieles católicos se inclinan más a confiar en la institución de la Iglesia que en la persona individual, la cual, por razones de facilidad, es “clasificada” como “persona frágil” o “persona vulnerable”…

En un segundo sentido e igualmente desde el punto de vista del derecho penal, la vulnerabilidad puede ser el hecho de una situación particular, que es el caso cuando existe una relación de autoridad por la que el subordinado está sometido a su superior. Ahora bien, en lo que se refiere a los abusos en la Iglesia, es importante centrarse en esta segunda determinación jurídica para no encerrar a las víctimas en un estatuto inadecuado de “vulnerables” en el primer sentido del término, lo que obstruiría las posibilidades de abordar la raíz del problema.

En efecto, no se trata aquí de abordar los actos de pedocriminalidad que existen en las familias y que se sabe que son mucho más numerosos de los perpetrados en la Iglesia. Tampoco es cuestión aquí de tratar los actos de pedocriminalidad en la Iglesia sobre los niños que han sido entregados por sus padres, por un tiempo determinado, a la autoridad de las personas que en principio deben ejercer una función educativa y espiritual. Se trata, por el contrario, de llegar al corazón de la segunda definición de vulnerabilidad en el derecho penal: se han cometido numerosos abusos contra adultos cuya mayoría de edad podría decirse que los hace responsable de todos sus actos. El derecho penal, por lo demás, se interesa poco en estas situaciones de abuso sexual porque las víctimas son adultos. Sin embargo, detrás del drama del abuso sexual se encuentra el abuso de poder en una situación en la que se ejerce la autoridad propia al funcionamiento de una institución. En la medida en que el marco del derecho laboral no llega al interior de un monasterio, ¿no deberíamos ejercer en todo momento una vigilancia sobre las modalidades de funcionamiento de una comunidad de vida consagrada? ¿A quién corresponde ejercer esa responsabilidad de vigilancia y de control?

Parece que hasta ahora el caso de las víctimas adultas es en parte ocultado porque es complejo: si son adultos, ¿no son en parte responsables de lo que les ha ocurrido? Este es el razonamiento de la justicia civil, de ahí la falta de interés en este tema. Y si este no es el caso, ¿no eran vulnerables en el primer sentido descrito anteriormente, es decir, en razón de una deficiencia psicológica o incluso mental? Esto es lo que se desprende a menudo de lo que todavía se puede leer o escuchar entre algunos fieles católicos, e incluso del clero, que no han salido de esta alternativa reductora.

Sin embargo, las comunidades religiosas en las que han proliferado los abusos a adultos son estructuras jerárquicas y los abusos han sido cometidos por personas que tenían autoridad sobre sus víctimas y que ocupaban puestos de responsabilidad. Por lo tanto, las víctimas entran de lleno en la segunda categoría de las llamadas personas vulnerables en el sentido penal del término.

De ahí la importancia de precisar los contornos de la situación específica de vulnerabilidad en que se encuentra una persona consagrada que vive en una comunidad.

II Pobreza y obediencia en las comunidades de vida consagrada

Si aceptamos que la vulnerabilidad de las personas está esencialmente vinculada a una situación y no a fragilidades psicológicas personales, la perspectiva teológica permite especificar, afinar, el concepto en relación con la noción jurídica. En el marco de un proceso del tribunal del trabajo se invocará la vulnerabilidad de la víctima en una relación empleado-empleador que de facto crea una relación de autoridad. Sin embargo, ¿no hay una diferencia fundamental entre una relación de autoridad del empleador, que sólo se ejerce durante las horas de trabajo, y una relación de autoridad de un superior religioso que se ejerce sobre todos los instantes de la vida y, a veces, por no respetar las reglas canónicas, sobre el fuero interior? La persona consagrada no tiene ni tiempo ni lugar para escapar del poder que se vuelve abusivo. Por lo tanto, los riesgos de abuso de poder y sus consecuencias aumentan, por la vida comunitaria.

Los consejos evangélicos son, por otra parte, un lugar de radicalidad. La vida cristiana plantea siempre el desafío de equilibrios que solo la gracia permite alcanzar. La vida consagrada lleva al extremo la paradoja de una vida de abnegación de sí mismo en la obediencia y la pobreza que la verdad del mensaje evangélico exige vivir en una gran libertad interior. Si esta no está ya sólidamente edificada, si las estructuras y el funcionamiento de la comunidad no pueden garantizar el ejercicio de esta libertad interior, el subordinado corre el riesgo de someterse a órdenes inicuas de la parte de su superior creyendo imitar a Cristo en su obediencia:

Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.

(Flp 2,5-8)

La radicalidad del mensaje evangélico puede convertirse en el lugar de las más odiosas perversiones cuando se vuelve el instrumento de un abuso de poder, cuando el superior exhorta a una comunidad a vivir la obediencia para establecer su poder y abusar de él sobre las personas.

De hecho, ¡se habla tan poco de todas las personas que han sido víctimas de abuso de poder! Mientras no hayan sufrido abusos sexuales, estas no están más que rara vez en la mira de los que luchan hoy contra los abusos sexuales de menores y, eventualmente, de adultos: como si la violación de la conciencia fuera poca cosa comparada con la violación sin más. Sin embargo, la violación del cuerpo no es sino la continuación de la violación de la conciencia. Debemos ser muy claros en este punto: el abuso sexual sólo ha sido posible porque la persona ha abandonado su cuerpo a su pesar por una práctica regular de la violación de la conciencia favorecida por situaciones de abuso de poder. Algunas comunidades no son afectadas por la violación, pero son plenamente afectadas por la violación de la conciencia.

Por último, el consejo evangélico de la pobreza coloca a la persona consagrada en una situación de dependencia que se convierte en un factor de vulnerabilidad en situaciones de desviación. El hecho de no disponer de ningún bien personal (teléfono, correo electrónico, coche, dinero personal) no da fácilmente la libertad de irse. La duración acentúa la dependencia porque la vida fuera del mundo hace poco a poco inapto para vivir en el mundo (ejercicio de la actividad profesional, trámites administrativos, alojamiento, etc.). La resignación se convierte en la única respuesta posible a las situaciones de abuso de poder. Consentir lo inaceptable y acostumbrarse a ello: esta es la triste realidad que contribuye a la continuación de estructuras que se van convirtiendo poco a poco en “estructuras de pecado” en los casos más graves.

III La búsqueda espiritual nos hace vulnerables

Se necesita una segunda perspectiva teológica para distinguir los casos de abuso sexual en la sociedad de aquellos que se producen en las comunidades de vida consagrada. En efecto, el contexto de la vida consagrada es sinónimo de búsqueda espiritual por parte de quienes entran en estas comunidades. La búsqueda espiritual, la búsqueda vocacional, el descubrimiento de la sequela Christi colocan a la persona, a menudo relativamente joven, en una situación nueva que puede ser desestabilizadora.

En primer lugar, la juventud es un factor de vulnerabilidad. En efecto, es la edad de la generosidad, de la audacia, del compromiso. Ahora bien, lo que es una cualidad es también una vulnerabilidad en la medida en que el deseo generoso de darse a sí mismo no está regulado por la sabiduría de la madurez. Además, la búsqueda espiritual presupone una apertura del alma, santuario de la presencia de Dios, de la intimidad de la persona y de su dignidad, lo que expone más fácilmente a la violación de la conciencia.

Esta es probablemente la mayor tragedia del abuso de poder en la Iglesia porque se trata de una profanación de un lugar santo.

Añadamos que el acompañamiento espiritual que suele ser la norma para cualquier compromiso en la vida consagrada es vivido sin desconfianza por los jóvenes que, en razón de su mayor inocencia en relación con la vida, no se imaginan que el sacerdote, el religioso o la religiosa en los que confían para avanzar en la vida espiritual pueda ser un depredador. Por último, el ingreso en una comunidad religiosa es emocionalmente desestabilizador, ya que los lazos familiares, de amistad y de sociabilidad se suspenden voluntariamente en nombre de una renuncia a todo por amor a Jesús. Una joven vocación, a pesar de la energía o la voluntad que pueda mostrar para someterse a nuevas reglas de vida, es una persona fragilizada.

Tantos factores que la Iglesia debe tener en cuenta en la prevención y la lucha contra los abusos, ya que son propios del funcionamiento de las comunidades de vida consagrada, por una parte, y de la vida espiritual, por otra, y que crean una vulnerabilidad específica en materia de abuso de poder. Todo esto nos obliga a profundizar en la manera en la que se comprende el ejercicio del poder y las responsabilidades que de él se derivan.

IV Poder y responsabilidad

En efecto, como sabemos, la Iglesia es “(…) una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino” (Lumen gentium 8). Su componente humano la convierte en una “sociedad jerárquicamente organizada” y confiere así a aquellos que tienen autoridad sobre otros un poder que sabemos que humanamente es quizá lo más difícil de vivir de manera evangélica, tal como lo dice Cristo y con tanta radicalidad:

Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos.

(Mt 20,25-28)

Además, la dimensión sacramental también confiere un poder espiritual confiado a Pedro y por vía de sucesión a sus sucesores: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). Al igual que es muy difícil no utilizar humanamente para servirse uno mismo de un poder jerárquico otorgado por la misión, del mismo modo el poder de la misericordia concedido en el plan sacramental por Cristo a los sucesores de los apóstoles y a todos los que han recibido la unción sacerdotal tiene la tentación de convertirse en un poder ejercido de forma desordenada en los fieles. La unción sacerdotal no solo no hace de un sacerdote un santo, sino que la autoridad que le confiere el ministerio sacerdotal es también un lugar de hubris para el sacerdote, que es un hombre frágil como cualquier ser humano.

Los fieles también tienen su parte de responsabilidad al respecto en la medida en que a veces mantienen una relación fetichista con el sacerdocio imaginando que el Espíritu Santo mora en el sacerdote para dar respuestas a todas sus preguntas, haciendo de este “un experto en todo”. Pero los sacerdotes católicos no son druidas. La sacralidad de su ministerio no sacraliza su persona. La paradoja que vivimos hoy consiste en ver reforzarse en las jóvenes generaciones fervorosas esta relación desviada al sacerdocio ministerial en la medida en que, en un período de disminución de vocaciones, vuelve esta vocación más atractiva ante los jóvenes cuyos deseos aún necesitan ser purificados y que todavía están tentados en mezclar la respuesta a la llamada de Dios y la búsqueda de sí mismos. La sacramentalidad confiere así un poder real al sacerdote cuya santidad no siempre está a la altura de la estima que los fieles les conceden. Por otro lado, la espiritualidad cristiana de la obediencia exige a los fieles a someterse con confianza a su pastor. Esta doble dinámica abre espacios a la posibilidad de abuso de poder tanto en la realidad concreta del gobierno como en la manera de “dirigir” las almas.

Otro punto de vigilancia concierne el respeto de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales. En cuanto un poder sobre los demás es concedido a una persona mediante el ejercicio de una forma de autoridad, un sistema de contrapoder debe poder existir en caso de abuso. La cultura secular de los derechos humanos en la que vivimos ha desarrollado esta lógica al extremo. Es una especie de ironía de la historia: que mientras los derechos fundamentales del hombre deben su reconocimiento progresivo a siglos de cristianismo en Occidente, parece que el derecho canónico tenga retraso en comparación al derecho civil y penal. Es verdad, se prevén procedimientos de visitas canónicas en la comunidad, pero cómo explicar que hayan perdurado durante tanto tiempo situaciones de abuso de poder en ciertas comunidades sin que los obispos hayan ejercido su derecho de mirada sobre lo que ocurría en la intimidad de la vida comunitaria, o bien contentándose con visitas canónicas sin eficacia alguna en cuanto a la corrección de las prácticas desviadas. ¿No se han quedado satisfechos demasiado a menudo con los aparentes “frutos” que podrían dar estas comunidades? Este argumento de los aparentes “frutos” es empleado regularmente para justificar o minimizar la responsabilidad de los que habrían podido, que habrían debido, ejercer su vigilancia. ¿Un bello fruto no puede estar plagado de gusanos? El propio Jesús fue intransigente con los que llamó “sepulcros blanqueados”.

Durante décadas, algunas comunidades católicas han vivido graves desviaciones en materia de gobierno (abuso de personas, violaciones de conciencia) o de costumbres. Incluso si algunas sanciones individuales han podido ser dictadas, el silencio ha seguido siendo la norma para proteger la reputación de las instituciones afectadas, lo que ha contribuido a retrasar la toma de conciencia de la gravedad de los hechos y a permitir que perduren las situaciones de abuso de los miembros de estas instituciones. El argumento de la discreción no resiste frente al deber de la verdad hacia las estructuras cuya reputación se preserva mientras los miembros – es decir, las personas – son destruidos para siempre ya sea por abuso sexual o por prácticas de abuso de poder o de violación prolongada de la conciencia que ya no les permitirá levantarse humanamente. Esta supuesta discreción es de razón de Estado. La historia nos ha enseñado que en ningún caso puede prevalecer esta sobre el respeto a la dignidad de la persona, que el Concilio Vaticano ii ha consagrado como principio irrefragable. Los fieles deben ser capaces de oír que ciertas instituciones, aunque sean católicas, necesitan hacer limpieza de arriba a abajo. Los obispos, en virtud del poder que les confiere el derecho canónico, deben asumir plenamente los errores y las faltas de sus predecesores o cofrades. No hacerlo les llevaría a su vez a entrar en un compromiso culpable de querer proteger una supuesta reputación personal o institucional que no tiene nada que ver con la Iglesia de Jesucristo.

Es por eso que es urgente reconocer plenamente la gravedad de los abusos perpetrados en las comunidades de vida consagrada, cosa que el documento de la C.E.F4, publicado antes del Informe Sauvé, no hacía aún al limitarse a tratar los casos de pedocriminalidad. No era posible quedarse ahí, es de aplaudirse que la C.O.R.R.E.F.5 se haya comprometido a su vez en un plan de escucha y de reparación de los abusos. En efecto, los casos de pedocriminalidad exigen sanciones que conciernen personas individuales. Pero en lo que respecta a las Comunidades cristianas en las que se han producido o siguen produciéndose abusos de poder, es a veces toda la institución la que está afectada por el mal y que debe ser puesta bajo control o incluso bajo tutela, sin temer la mirada del mundo o de los propios fieles. Cuando han podido ser pronunciadas sanciones individuales, con toda discreción, a menudo para evitar el escándalo y proteger a la comunidad en cuestión, o bien cuando se contentan con una sanción individual en caso de un abuso sexual, por ejemplo, se omite lamentablemente sanear toda la comunidad. Sin embargo, cuando las situaciones de abuso de poder han afectado por largo tiempo las modalidades de vida y de funcionamiento de una comunidad, es la estructura institucional la que se ve afectada por el mal y los propios miembros perpetúan, conscientemente o no, comportamientos desviados. No se puede subestimar la gravedad de este fenómeno en las comunidades de vida consagrada: pueden pasar años e incluso décadas durante las cuales las personas siguen abusando de su poder sobre los demás, durante las cuales siguen destrozándose vidas mientras las autoridades competentes para tratar el problema discuten para saber qué pueden hacer. Dado que la Iglesia tiene una dimensión institucional y jerárquica, corresponde a quienes han recibido el cargo aceptar pagar el precio de la responsabilidad que les incumbe tomando medidas valientes y públicas que permitan un trabajo de saneamiento a fondo de estas comunidades.

Sin entrar en el debate que consiste en preguntarse si el término es apropiado, agreguemos que el reconocimiento de un carácter “sistémico” de la los abusos sexuales en la Iglesia no debe ser un resquicio para diluir las responsabilidades personales en el seno de la institución. En efecto, el oprobio no debe recaer en el conjunto de los fieles que, en su mayoría, no han tenido conocimiento de estas desviaciones y no tienen el cargo de gobernar. Es lamentable oír a los pastores pedir a los fieles, inocentes de los delitos denunciados, que hagan penitencia: todos no se han convertido repentinamente en culpables. En cambio, personas concretas (superiores y miembros de la comunidad, obispos) que tenían la responsabilidad de denunciar públicamente los hechos y que no lo han hecho siguen viviendo en una buena conciencia falsa o de silencios cobardes. Si se puede conceder un carácter sistémico al drama eclesial vivido a causa de mecanismos institucionales que no han funcionado o modos de funcionamiento que permiten o incluso fomentan los abusos, no es menos cierto que la responsabilidad moral es ante todo personal. Algunos se ofenden como David al escuchar la parábola de la oveja robada.., pero entonces, ¿quién será el Natán para replicar: “tú eres ese hombre”? (2 S 12,7)

Por el retraso en revelar los dramas, la pérdida de confianza en la Iglesia es hoy mayor de lo que habría sido si el mal se hubiera tratado a tiempo. Está en juego la santidad de la Iglesia de hoy y la fecundidad de su misión evangelizadora. El Covid no es el único responsable de la pérdida de la práctica religiosa… ¿Qué padres cristianos se atreverán hoy a dejar que sus hijos vayan mañana a las comunidades si no pueden tener plena confianza en quienes tienen la responsabilidad de velar por ellos… Una institución no es nunca tan valiosa como una persona: las instituciones pasan, mientras que la persona es sagrada, sólo tiene una vida. Algunos han sido definitivamente destruidos por los malos pastores que Ezequiel fustigaba.

V A la luz crística del misterio pascual

¿Qué palabra es aún posible de expresar a las víctimas de abuso? No ignoramos que este calvario puede hacer perder la fe. Sin embargo, el misterio pascual sigue siendo un misterio de vida ahí donde la muerte parece haber triunfado. Esbocemos un posible camino de curación…

En primer lugar, hay que subrayar el beneficio de ser reconocido como víctima. En efecto, la sexualidad es un lugar antropológico marcado por la culpabilidad desde el primer pecado. Es todo un camino de humanidad para cada persona descubrir su sentido y su belleza. Razón por la cual el abuso sexual es vivido espontáneamente por la víctima como un lugar de culpabilidad. Es por ello que el trabajo realizado ha tenido un efecto positivo al permitir que las víctimas se vean a sí mismas como víctimas y por ello, el trabajo realizado en los últimos años ha tenido un efecto positivo al permitir que las víctimas se consideren a sí mismas como tales y, comiencen así a salir de la culpa. Se necesitan años para pasar de una conciencia injustamente culpable a la toma de conciencia de la condición de víctima. En efecto, los abusos sexuales de personas adultas en las comunidades podrían ser asimilados a la esclavitud sexual en la medida en que las condiciones de respeto a la libertad han sido infligidas grave y persistentemente. La sexualidad vivida bajo la forma de esclavitud no puede implicar la responsabilidad moral de la víctima: no obstante, no es menos cierto que la víctima se sentirá espontáneamente culpable de lo que le ocurre.

Porque una pregunta les sigue atormentando: ¿por qué me pasó a mí ? Sobrentendiendo: ¿cómo he podido dejarme engañar? El reconocimiento de la condición de víctima no erradica automáticamente el sentimiento de culpabilidad porque la persona humana nunca es una víctima “inocente”, como lo fue Cristo que se entregó a la muerte en la cruz. En efecto, a pesar de la ausencia de responsabilidad moral en lo que se refiere propiamente al abuso sexual, la víctima siente una culpa latente que está ligada al pecado original y a sus propios pecados. Se establece entonces internamente en la víctima una confusión entre lo que procede de su responsabilidad moral de lo que no. La responsabilidad moral no puede ser implicada cuando la persona se encuentra en situación probada de violación de conciencia. La violación del cuerpo no ha sido posible sino porque la víctima ha sido completamente desposeída de su libre albedrío por mecanismos de desviación que corresponde a los dirigentes de la Iglesia apartar.

Si bien es importante atreverse a afirmar la ausencia de responsabilidad moral en lo que concierne el abuso sexual, la persona sigue siendo moralmente responsable de su vida. Así que la pregunta correcta que hay que ponerse y que puede abrir a un verdadero camino de curación es esta: ¿cuáles son los factores específicos que permitieron tal dimisión o deserción de la libertad personal? Estos factores pueden ser de muy diversa índole: una inmadurez de la libertad en construcción, condicionamientos educativos, un determinado tipo de educación cristiana, o aún rasgos de carácter que en sí mismos no son necesariamente fragilidades, pero que en este caso pueden llegar a serlo en un entorno desviado o en estructuras comunitarias desviadas.

Este enfoque introduce a la persona en el misterio pascual de manera muy existencial por el simple hecho de trasladar la cuestión moral del campo de la sexualidad al campo mucho más amplio del ejercicio de la libertad. Al hacerlo, la víctima inserta su drama personal en el drama que vive toda la humanidad colectivamente y cada persona individualmente, una historia de libertades que se comprometen ante Dios y ante los otros.

¿Qué drama viven las personas que son víctimas de abusos en la Iglesia? Por un lado, se han enfrentado al misterio del mal en el sentido de que el acto malvado cometido por el depredador es vivido por ellas como un mal objetivamente grave, pero, hay que decirlo de nuevo, este mal no conlleva ninguna responsabilidad moral de su parte. Hagamos una comparación: perder a un familiar en un atentado terrorista; ahí está la confrontación al misterio del mal en el sentido de que ni las víctimas ni todos aquellos que sufrirán por esta tragedia están moralmente implicados en el pecado del malhechor, sino que se ven seriamente afectados por el mal que resulta de ello. Un primer paso en la curación de las víctimas pasa por el consentimiento al misterio del mal que afecta a toda la humanidad. ¡Cuántas vidas destruidas cuando el mal golpea ciegamente! víctimas de bombardeos, niños soldados o prostituidos, víctimas del hambre, de la deportación… La lista puede ser larga. De la misma manera, las víctimas de abusos sexuales son golpeadas por el mal. Y consentir plenamente es abrazar el destino de la humanidad que sufre.

Una segunda realidad, ciertamente más difícil de captar, pero que es un verdadero camino de vida, es reconocer el propio pecado, no en la realidad del abuso sexual, que sería volver a una culpabilidad errónea, sino consintiendo a la fragilidad y a la pecaminosidad de su propia naturaleza humana. Por ejemplo, si la víctima hubiera tenido la clarividencia de los ángeles, habría podido discernir en las palabras del depredador todo lo que tenía de ambiguo o engañoso. Sin embargo, no ha sido ese el caso: debido a su juventud, la inteligencia humana se ha quedado limitada en su perspicacia. Hubo por lo tanto una fragilidad real que hay que reconocer. Lo mismo ocurre con la voluntad y la capacidad de realizar un acto libre. La libertad soberana de Dios no se ve obstaculizada por las maniobras deshonestas del ser humano. Cristo en el desierto fue capaz de desenmascarar las palabras engañosas del diablo. Este no es el caso, una vez más, de la persona humana, cuya libertad a la vez frágil y juvenil puede caer en las trampas que se le tienden, y no sabe cómo escapar de las manipulaciones deshonestas. Mientras que el rencor y la amargura son mortíferos, la humildad a la que conduce el reconocimiento de la propia fragilidad y pecaminosidad es camino de vida.

En efecto, es probable que en la experiencia de esta humillación se abra plenamente la experiencia pascual. Vivir un abuso de poder que puede ir hasta el abuso sexual es una experiencia de muerte auténtica. Así como existe una muerte cerebral aunque el cuerpo siga vivo, el atropello infligido a la dignidad de la persona representa un asesinato. Pero la vida bautismal nos sumerge en un misterio de muerte y de resurrección y no hay razón alguna para que Cristo abandone a su creatura en la muerte.

Es por ello que la fe debe comprometernos a creer que las vidas maltratadas no son destruidas definitivamente, sino que hay una salida que no reside en última instancia, aunque sean indispensables, en un trabajo psicológico y en procedimientos jurídicos. La salvación reside en la gracia de Cristo y más precisamente en la gracia de su resurrección. La muerte consistió en la violación de la conciencia y la neutralización de la libertad de la persona. La resurrección es, pues, una restitución de sí mismo a sí mismo, en la intimidad de la conciencia y en la plenitud del ejercicio de la libertad. Ahí está el misterio de la comunión más íntima de la persona víctima de abusos con la muerte de Cristo. No se trata solo de consentir el mal ciego, sino de consentir a esta humillación, este ultraje irreparable, para que, entrando libremente en la pasión de Cristo, la persona víctima recobre plenamente esta libertad de los Hijos de Dios, una libertad restaurada por el libre sacrificio del Cristo ultrajado. Esta obra de Salvación no se realiza sin un trabajo largo y laborioso, ya que está en juego la libertad, una libertad que ha sido violada o incluso aniquilada. Por lo tanto, el camino de la curación pasa, en última instancia, por un consentimiento voluntario – libre esta vez – a la muerte que ha sido infligida, como se entra en las aguas del bautismo. Un largo aprendizaje, ciertamente, que es el de toda una vida. Entrar en la muerte de Cristo consiste concretamente en renunciar a atacar al mundo y a los demás para elegir “el camino de la vida” (Jr 21,8). Entrando entonces libremente en la muerte, la persona puede dejarse llevar por Cristo, para recibir de él esa vestidura blanca lavada en su sangre (Ap 7,14) y vivir de la vida del Resucitado. Sólo alguien que ha vivido este drama y ha recorrido este camino puede permitirse pronunciar tales palabras. Este es el caso de la persona que escribe estas líneas.

Sin embargo, si la gracia de Cristo es capaz de resucitar a los muertos, esto no exime a los pastores que tienen la grave responsabilidad de velar por el rebaño, de cortar a los miembros que escandalizan el cuerpo, de sanear en profundidad las instituciones, para que cesen los abusos de poder que sabemos desde hace años que existen, pero cuyos daños seguimos observando.

Notes de bas de page

  • * Texto original: “Victimes d’abus dans l’Église. Pour une théologie de la vulnérabilité, de la responsabilité et de la guérison”, NRT 144 (2022), pp. 24-37.

  • 1 N del T. Commission Indépendante sur les Abus Sexuels dans l’Église (Comisión independiente sobre los abusos sexuales en la Iglesia).

  • 2 É. de Moulins-Beaufort, “Que nous est-il arrivé ? De la sidération à l’action devant les abus sexuels dans l’Église”, NRT 140 (2018), p. 34-54.

  • 3 N del T. Para las citaciones bíblicas de este artículo, hemos optado por la versión de la Conferencia Episcopal Española, pues la autora cita la versión de la Association Épiscopale Liturgique pour les pays Francophones.

  • 4 N del T. Conférence des évêques de France (Conferencia de los obispos de Francia).

  • 5 N del T. Conférence des religieux et religieuses de France (Conferencia de los religiosos y las religiosas de Francia).

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